lunes, 8 de septiembre de 2025

CUANDO LA DISTANCIA SE VUELVE ALCOBA

Te leí como quien escucha un murmullo que se transforma en brisa, un suspiro que se convierte en oleaje, un estremecimiento que recorre la piel. Era revivir lo ya vivido: un huracán ardiente, un idilio secreto, un festín de memorias.

Me vi entrando en tu habitación, ese santuario íntimo, silencioso, sagrado. Mis pasos eran un arroyo contenido que, al encontrarte, se volvió algarabía. Nuestros dedos se entrelazaron con un temblor húmedo y vibrante, despertando un calor que se extendió desde las palmas hasta cada fibra de mi ser.

Sentí el calor de tu rostro en mis manos, la dulzura vulnerable de tu piel bajo mi boca, y la fuerza hipnótica de tus ojos devorándome en silencio. Me acerqué más, sintiendo cómo nuestros cuerpos vibraban al unísono, nuestros latidos acelerándose con cada respiración compartida. Tomé tus caderas con firmeza tierna, atrayéndote hacia mí, y apoyé mis labios sobre los tuyos en un beso lento, húmedo, profundo, que parecía fundirnos en un solo ser. Fue un instante suspendido, un preludio de deseo que nos atravesaba, cada contacto encendiendo un destello de hambre y ternura.

Con pasos cortos te guié hacia la orilla de la cama, sintiendo cómo cada movimiento era un soplo cálido que recorría mis manos y tus caderas. El crujido tenue de la madera bajo nuestros pies marcaba el ritmo de nuestro idilio, y yo palidecía de anticipación al sentir tu cuerpo tan cerca. Al llegar a la cama, nos detuvimos un instante, y al mirarte a los ojos sentí que todo el mundo desaparecía: amor, pasión, ternura y anhelo se entrelazaban en un destello que me recorría entero.

Mis manos descansaron sobre tus caderas, firmes, cálidas, suaves, atrayéndote hacia mí, mientras tu respiración se mezclaba con la mía en un río de expectativa. Te recosté suavemente, y al separar ligeramente tus piernas, te vi vulnerable, encendida, expectante a mis caricias. Me incliné sobre ti, rozando apenas tus labios con los míos, mordisqueando, murmurando, jugando con tu paciencia mientras cada instante era un festín de deseo y tensión.

Tus pechos, suaves, cálidos, sedosos, eran como trufas de chocolate fundido que mis labios deseaban saborear. Besé y lamí tus pezones firmes, dulces, delicadamente endurecidos, alternando succión y suaves mordiscos, mientras sentía cómo respondían a cada roce, erizándose y latiendo con cada caricia. Tus suspiros ascendían como ecos suaves, convirtiéndose en un canto que nos unía en un frenesí delicado y profundo.

Bajé entonces a tu vientre. Lo besé con ternura cálida, paciencia delicada y deseo insistente, recorriendo cada curva, cada contorno delicado, cada valle y cima de tu piel como quien descubre un jardín secreto. Solo entonces descendí más, siguiendo el cauce de tu cuerpo hasta tu intimidad abierta, expectante, encendida. Mi lengua fue oleaje, caricia y relámpago: te lamía con paciencia tierna, con ternura persistente, con pasión inagotable. Mis dedos exploraban cada rincón secreto, desatando en ti estremecimientos que me recorrían como relámpagos de placer. Y cuando tu cuerpo se arqueó en el primero de tus orgasmos, tu gemido fue un estrépito, tu entrega un río embravecido, tu deleite un manantial sagrado que recogí con mi boca como quien bebe de un manantial secreto.

Después, tu boca me atrapó como llama voraz, viento abrasador, ola incandescente. El calor de tus labios alrededor de mí fue un festín dulce, apasionado, infinito. Tus ojos, mientras me saboreabas, eran llamas, destellos, mares que se abrían solo para mí. En tu sonrisa traviesa comprendí que no había retorno: eras mía y yo tuyo, irremediablemente.

Cuando me montaste horcajadas, sentí cómo tu cuerpo se ajustaba al mío con una perfección salvaje y delicada a la vez, tu calor envolviéndome, tus caderas buscándome con urgencia y suavidad simultáneamente. Cada embestida era un relámpago de placer que recorría nuestros cuerpos, un mar de sensaciones que nos arrastraba, un oleaje de deseo que nos unía en un vaivén interminable. Tu respiración entrecortada se mezclaba con la mía, tus jadeos eran música que me electrizaba, y tu mirada sostenía la mía con un fuego hipnótico que me hacía perder la noción de todo lo demás.

Sentí tus manos recargarse en mi pecho, presionando suavemente mientras nuestros cuerpos se movían al unísono. Nuestros ojos se anclaban el uno en el otro, nuestros gestos hablaban un lenguaje antiguo, y el tiempo parecía detenerse mientras la pasión alcanzaba su cenit. La electricidad de nuestros cuerpos y la urgencia contenida nos envolvía, un preludio de placer inminente que me atravesaba por completo. Me derramé en ti con la plenitud de la entrega, y tu cuerpo respondió en un desbocamiento de pasión que me dejó exhausto y al mismo tiempo más vivo que nunca, como si cada latido nos perteneciera a ambos.

Al final, mientras descansábamos uno en el otro, con tu beso sellando lo vivido, comprendí que esto que hemos compartido no es solo carne y deseo: es un lenguaje antiguo, un idilio que ya existía antes de nosotros mismos. Porque, aunque nunca nos hayamos visto, yo te he sentido y te he vivido. Porque entre nosotros hay suspiros, latidos y estremecimientos que solo tú y yo podemos escuchar en nuestra alcoba.

sábado, 30 de agosto de 2025

APETITO

Indudablemente, el acto de comer es una de las mayores expresiones de arte, de placer y de gozo que existen. No se trata solo de una necesidad, sino de un ritual sagrado que nos conecta con el mundo, que despierta los sentidos, que nos invita a entregarnos a cada instante.

Por eso, me deleito en la expansiva sinfonía de sabores que una comida deliciosa puede ofrecer: la tentadora opulencia de los platos dispuestos a ser devorados, la vibrante paleta de colores que decora cada banquete, la fragancia que se enrosca en el aire antes del primer bocado. Cada textura, cada matiz, cada crujido es una revelación, una mixtura de sensaciones que me colma de alegría pura y expansiva.

Pero hay un plato de degustación más exquisito que aún no ha llegado a mi mesa. El que he esperado con letras, susurros y caricias a la distancia desde hace tiempo.

Mi apetito es vorazmente terso, lo mantengo bajo control, pero solo porque quiero desmenuzar cada detalle de ese manjar que me hace salivar. Antes de saborearlo, ya lo he imaginado, ya lo he visualizado, y el hambre se enreda en mis entrañas como un fuego que crece con cada pensamiento.

Quiero reconocer en ese plato una obra de arte, una ofrenda de placer. Anhelo descifrar la filigrana de su presentación, la promesa cremosa de cada ingrediente y dejar que su fragancia embriagadora me envuelva los sentidos antes de colmarme con el primer bocado. Será un instante de pleno éxtasis que me seduce con la paciencia de un ritual hierático, que me hace ronronear por dentro y regodearme en la promesa de cada hebra de sabor, anhelando el momento en que esta grieta de espera termine para serpentear hacia el deleite.

Dejo que mis ojos destellen con el festín que me espera, permito que su aroma me atraiga, dejo que mis dedos toquen suavemente sus bordes y sus tersuras. Saliva por dentro y por fuera, goteo por saborearlo. Develar esa consistencia que se derrite al tacto, sentir esas gotas dulces en mis dedos y llevármelos a la boca para chuparlos con delectación.

Siento que mi lengua se impregna con ese sabor que es promesa de excelsitud, y que mi cuerpo me pide más, que me exige que me hunda en ese manjar que tengo enfrente de mí.

Acercarme a esa exquisitez con una devoción casi religiosa. Que mi nariz, cual exploradora, se adentre en la neblina fragante que su cabello esparce, un aroma que me provoca inhalar cada hebra hasta impregnarme de sus feromonas. Luego, con la punta de mis dedos, rozar su rostro, como quien reconoce la delicada textura de la piel de una fruta, sintiendo la tersura de sus mejillas, el calor que emana de su piel y la manera en que su nuca se eriza al tacto.

Mis dedos trazan un camino lento y deliberado hasta llegar a la hendidura de sus labios, a esa promesa de una cereza madura, listos para soltar su dulzura con la más mínima presión. Sus contornos, llenos y voluptuosos, parecen los de una fresa silvestre, dulce y ligeramente ácida, invitando a ser mordida. Un hilito de esencia se me escurrirá por la comisura de la boca.

Acercarme lenta y vorazmente para probar la suculencia que se me ofrece. Mi boca busca la suya, y el primer roce será el estallido dulce y delicado de la fruta. No es un beso apresurado, sino una degustación sosegada. Mi lengua, catadora de delicias, se desliza para descifrar cada sabor, desmenuzando la mezcla de dulzura y la salinidad de su piel, como si estuviera desgranando cada matiz.

El beso, como degustación, se hace más profundo, y el deseo, bullente y brioso, comienza a brotar en espiral. Colmaré mi boca con el sabor a pulpa y miel que emanará de su interior. La sensación cremosa de sus labios se mezcla con la urgencia del hervor que nos consume. Escalofríos vibrantes recorren nuestras columnas.

Ese sabor, esa brizna de salinidad y dulzura, no solo perdura en mi boca, sino que comienza a corroer mi paciencia. El saboreo de esos labios será solo el aperitivo, porque mi hambre se vuelve bullente, y mi cuerpo, embestido por la espera, me exige que vaya más allá.

Me entrego a esa delicia culinaria en forma de silueta tersa, de piel acendrada, de atrayente cuerpo femenino ávido de mi hambre. Mis manos se deslizan, enmadejándose en su cabello, recorriendo con extravío su espalda; cada caricia es como verter miel sobre un manjar, fundiendo cada tensión en un lento y dulce hervor que disgrega la distancia entre los dos.

Mis manos siguen palpando los ingredientes de ese manjar. Tocan sus caderas, suaves y ondulantes, como un capullo esperando ser desflorado. Su cuerpo, en su brioso temblor, se enrosca al mío, y sus muslos se abren como conchas de caracola en la orilla del mar, cada curva prometiendo un secreto.

Y mientras la saliva se nos mezcla y el sabor a dulzura y esencia nos envuelve, mis labios buscan un nuevo camino en el festín. Descendemos por su cuello, un sendero de sed, como quien prueba el vino antes de la comida. Hago una pausa para probar la tibieza de su clavícula, una cucharada de miel que me hace cerrar los ojos. Luego sigo hasta el plato fuerte, la delicadeza más exquisita.

Mi boca, en su lento descenso, busca el par de frutos gemelos que se alzan en sus pechos. No me apresuro, soy un catador de delicias, rozando cada curva como quien palpa una uva madura. Mi lengua se desliza por su borde, humedeciendo la piel hasta que se vuelve brillante y resbaladiza. Y en un acto de devoción, me acerco a sus pezones, esos pequeños frutos prohibidos que aguardan en la cima. Los beso, los pruebo, los lamo y los saboreo, como quien desenvuelve un caramelo tibio que se derrite en la boca. Un estallido de sensaciones que me hace clamar por más. Los chuparé con ansia y lentitud, envolviéndolos como un dulce de leche que se deshace en el paladar. Cada gemido que escapa confirma que nuestro banquete es una obra maestra de placer.

A cada sorbo, a cada roce de mis labios en esa ofrenda, siento el temblor que recorre su cuerpo. Un estremecimiento delicioso, como el sutil hervor de un postre a fuego lento. Mientras la esencia de sus pechos me colma, un nuevo manantial de placer comienza a brotar. Mis dedos, ávidos, se deslizan por la suave textura de sus muslos, descubriendo la savia tibia y dulce que se derrama entre ellos. La degustación en la cima desata el festín en la base, y aquella humedad es el claro indicio de que el plato principal está listo para ser devorado.

Entonces mi boca, con devoción casi sagrada, desciende a la grieta de su deseo. Mi lengua, exploradora en un jardín secreto, se adentra en la penumbra de su intimidad. Ella es el plato de degustación más exquisito. La forma de sus pétalos, suaves y carnosos, se abre para mí, y el perfume que emana me envuelve, me atrae, me invita a perderme en su exquisitez. Busco, sin prisa, el núcleo, ese pequeño botón de canela que aguarda a ser probado. Lo lamo con lentitud, capturando cada matiz de su sabor: acidez fresca de grosellas, dulzor profundo de higo maduro. Ella se deleita y se enrosca como un felino bajo mi lengua. Sus piernas me invitan a ir más allá, y mi boca se convierte en fuente de placer que la colma, la llena de alegría.

La culminación me envuelve, pero lejos de ser final, apenas marca el inicio de otro ciclo. Porque el hambre no se extingue con el placer, sino que renace más feroz, más hondo, más urgente. Esta voracidad que nunca cede, la reconozco sin titubeos: apetito de ti.

 

lunes, 21 de julio de 2025

NUESTRO MAR

Crepito de ganas por tenerte cerca. Suspirarte para llenar mis pulmones con tu fragancia de hembra.

Sentir una estocada en mi vientre por tu cercanía y dejar que mi pene brote urgente, bollante, duro, palpitante. Anhelante de ti.

Que me sientas sediento de tu feminidad.

Que mi mirada retumbre en tu piel, te cimbre los muslos, se te meta en el vientre y te haga imprescindible, como el aire y el agua, tenerme dentro.

Imagino entonces acercarme a ti. Asirme de tu talle y sentir en mi pelvis la suculenta calidez de tus caderas. Que percibas entre tus piernas lo que brama por ti.

Mirarte a los ojos, pegarte a mi pecho. Sentir tus pezones erectos.

Tomar tu rostro, mirarte destellante de avidez.

Ponerte una venda en los ojos para que el resto de tus sentidos se exalten.

Acercar tu rostro al mío para probar tu boca de fresa. Chupar la crema de tus dientes, saborear el azúcar de tu lengua.

Que mis manos te vayan desnudando poco a poco.

Sentir cómo tu respiración se agita, como tu piel se sobresalta, cómo te desfloras para recibirme. Comprobarlo con mis dedos embadurnándose con tu líquido humeante.

Recostarte en la cama. Mirar cómo estás excitada y expectante.

Dejar que mi boca vaya navegando por tus pechos, tu vientre, tus caderas; te muerda apetitosamente los muslos y llegue a tu vulva agrosellada. Dejar que mi lengua rugosa deshoje despacio tus filamentos y beba desaforadamente tu miel hasta que explotes de éxtasis, recobres el aliento y me pidas que te penetre sin contemplaciones.

Hincarme frente a ti. Sostener tus piernas, besar delicadamente tus pies, poner tus piernas sobre mis hombros y acercarme abrasadoramente a ti.

Dejar que mi virilidad juguetee con tus hebras íntimas, se embadurne con tu néctar y que entre lenta pero ferozmente en ti. Que experimentes horcajadas al sentir como me voy abriendo paso dentro de ti, como te voy copando, como entro hasta el fondo y te hago vibrar todos los átomos de tu cuerpo, mientras te lamo el cuello y mis manos restriegan tus pechos.

Muerdo tus labios, te jalo el cabello, y te embisto. Tú jadeas y te dejas llevar de mi furibunda hambre de ti.

Te siento fogosa, así que te tomo de la cintura, te volteó boca arriba, me pongo boca abajo, pongo tus manos en mis pechos y te pido que me montes. Tú te excitas, me clavas las uñas y arremetes contra mí hombría cabalgándome con desbocamiento.

Te pongo las manos en el rostro, tú me chupas un dedo e intensificas los sentones. Tu cabello oscilando, tus pechos rebotando y nuestros golpeteos me producen espasmos en el vientre.

Por eso, te tomo de las caderas, te pongo boca abajo, me levanto, sostengo mi grosor con las dos manos y me inserto en ti. Tú muerdes la almohada porque llego hasta el fondo. Siento como te tiemblas y me empapas. Pero yo sigo inclemente, entrando y saliendo en ti. Excitándome con la gozosa visión de como recibes, te adaptas, y empapas mi erguimiento.

Me recuesto sobre tu espalda, enredo mis dedos en tu cabello, te chupo la oreja, embisto vorazmente con locura. Tú me ordenas con aliento entrecortado “dámelo, papi”, así que dejo de resistir, exploto de éxtasis y te inundo de mi simiente mientras siento tu cuerpo efervescente de mí.

Me salgo de ti.

Los muslos te chorrean, mojando aún más nuestras sábanas.

Te recuestas en mi pecho.

Y ambos suspiramos al mismo tiempo, llenándonos de esa fragancia íntima que inunda la alcoba de nuestro mar.

viernes, 11 de julio de 2025

CREER

La tarde se destiñe con la tenacidad de la lluvia y se encoge con el vapor del café.

Se asoma una oquedad hambrienta de futuros que acecha inclemente.

Que desangra silencios,

Que desgarra susurros,

Que desuella sosiegos.

Y entonces la noche cae de repente. Como cae en mí tu recuerdo.

Puro e imponente.

Como un verso leído con el corazón.

Como una canción que estremece los sentidos.

Como cuando llegaste a mi vida, un 25 de abril de 2011.


Te nombro en silencio y la boca se me llena de flores que quiero esparcirte por tu cuerpo.

Eso es evocarte: tocarte con mis pensamientos, sentirte con mis anhelos, colmarme con tu posibilidad.

Que los ojos me destellen por mirar la tersura de tu rostro.

Que las palpitaciones se subleven con la tibieza de tu cercanía.

Que las manos me cosquillen por alojarse en la suave curvatura de tu cintura.

Que nuestra piel se impregne de la fragante inquietud de sentirnos.

Que la boca nos escueza de la inaguantable sed de besarnos.

Que el vientre nos crepite por intercambiarnos nuestro fuego.

Que no queramos estar en ningún otro lugar del mundo, más que en el éxtasis de yo dentro de ti.

 

Aún sin haber estado, has sido, eres y seguirás siendo.

La verdad más diáfana, la certeza más abrigadora y la realidad más anhelada.

Como he tratado, cursi y torpemente, de decírtelo incesantemente con mis letras.

Y ahora lo intento, una vez más, por aquí.

 

Posiblemente tus ojos no le darán vida a estás letras.

O tal vez sí. Quizás sea con las últimas horas de un jueves ajetreado, entre la rendición de unas prendas que te acompañaron durante el día y unas sábanas que esperan por abrigarte. O tal vez, con la desasosegante calma de un domingo perezoso, cuando la luz se filtre desganada y el tiempo parezca dilatarse en el aire. O quizás sea en un día sin nombre, de esos que parecen efímeros, pero que terminan alojándosenos en el corazón.

 

Pero, aunque no me leas, estoy seguro que lo sabes porque me sientes.

Porque estoy dentro de ti.

Elijo creerlo.

 
“Detrás de este triste espectáculo de palabras, tiembla indeciblemente la esperanza de que me leas, de que no haya muerto del todo en tu memoria”. Julio Cortázar